La internacional grosera
Hay hombres en el mundo que se sienten inspirados por la masculinidad gorilesca de otros


Cuando Donald y Elon comenzaron su apasionado romance a la vista de todo el planeta algunos escribimos que tan gigantescos egos no tenían cabida en la misma jaula. Ya lo decía la canción de Cole Porter, todo calentón tiene el peligro de enfriarse. Pero aun habiendo estado en boca de todos la certeza de que aquella desatada calentura estaba condenada al fracaso no dejan de sorprendernos las formas. A pesar de haber asistido a sus grotescas demostraciones de complicidad (Elon con el pequeño X Æ A-Xii en el despacho oval, Donald promocionando coches de Elon, Elon siendo llamando tío Elon) su ruptura encarnizada asombra.
Siempre he pensado que hay algo en la devoción ciega que algunos machos sienten por otros que hace sospechar que su relación con las mujeres es puramente funcionarial, porque la auténtica pasión testosterónica la experimentan con sus pares. Hay hombres embriagados por otros hombres y les encanta que las mujeres presencien ese cortejo: la manera en que se escuchan, comparan su potencial, por decirlo finamente, y muestran una camaradería tan arrebatada que si de pronto interrumpiéramos el embeleso y preguntáramos, “vosotros, ¿estáis enamorados?”, responderían con asombro e indignación.
Hay hoy en el mundo hombres que se sienten inspirados por la hombría gorilesca de otros, a veces se dan palmadotas amistosas en la espalda, otras, como varones pasionales que son, enfurecen, embisten al homólogo por rencor o celos y se llevan por delante, sin mala conciencia alguna, a pueblos enteros. Si algo les llena de orgullo es carecer de modales, gustan de hacer alarde de grosería, y no les importa provocar situaciones incómodas. Las buscan. No es que carezcan de habilidad diplomática, es que piensan que la violencia es el motor que hace girar el mundo. El espectáculo que más les excita es el de la humillación, por eso quieren representarlo ante los ojos de una audiencia planetaria. Tienen afán por demostrar que carecen de escrúpulos, y ajustan su grosería al historial del invitado: si es alemán se le recuerda el pasado nazi, si se enfrentan a un negro sudafricano se le cuenta el bulo del linchamiento a los blancos, si de un ucraniano bajo la zarpa rusa se trata lo ridiculizan como al mugriento que va a pedir limosna.
En este sistema de individualismo extremo los groseros juegan con ventaja. Libres de remordimientos, palabra absurdamente denostada por considerarse religiosa, pero esencial para el reconocimiento del daño causado, los líderes celebrados por haber hecho de la grosería un estilo político actúan sin reparar en daños y no les pesa enturbiar la convivencia, muy al contrario, son conscientes de que su éxito depende de la confrontación. Su falta de modales es contagiosa y esa parte del pueblo que los apoya se siente invitada a actuar con agresividad.
El día del apagón contemplé una escena desagradable en la calle: pasaba un periodista, Jesús Maraña, delante de mi portal, seguramente camino del Pirulí. Un joven trajeado le gritó algo que yo no entendí. Maraña se volvió y dijo, “¿qué, has dicho que te doy asco?”, y el tipo le contestó, “he dicho que me estoy poniendo los cascos”. Cuando quise acercarme a Maraña éste ya corría calle abajo. Es obvio que el insulto estaba calcado del ya mítico “hijo de puta” de Ayuso.
La mala educación es contagiosa, y gracias a la inmediatez de la comunicación se respira hoy una grosería sin fronteras. De momento, funciona. Ayuso consiguió que algo tan naturalizado como el uso de lenguas cooficiales en un acto institucional se convirtiera en una afrenta. ¿Conseguirá gobernar esta España con semejante rechazo? El aturdido Feijóo la sigue sin resuello en la actual carrera de malotes. Dirán ustedes que Ayuso es mujer y que yo sostengo que la internacional de la mala educación es masculina. No se contradice: se trata de un sistema testosterónico y a veces algunas mujeres quieren ser una más entre los chicos, the first guy in the pool.
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