Qué es ser neochulapo
El mito fundacional del nuevo nacionalismo madrileño, como todo nacionalismo, encierra no pocos problemas.


Si un libertario como el filósofo Agustín García Calvo aceptó un recado institucional tan engorroso como escribir el himno de la Comunidad de Madrid en 1983 fue porque, como explicó él, consideraba a esta “una fantasía política” ubicada “en otro plano”. Un plano en el que no era posible una mitología fundacional al estilo romántico decimonónico, héroe mesiánico, idioma propio y trajes típicos mediante. En aquel tiempo era imposible imaginar que en el siglo XXI una juventud empachada de globalismo por culpa de la estandarización generada por las multinacionales, huida en busca de empleo de las provincias a la gran ciudad despiadada, reivindicaría el folclore y los trajes regionales, algo que durante la Transición’ se hubiese considerado retrógrado y hasta franquista.
A principios de los dos mil, los mileniales, criados a los pechos de unas industrias culturales fagocitadoras, hartos de que las grandes corporaciones les colonizaran el underground, se habían dejado seducir por un movimiento, el hipsterismo, que reivindicaba las tradiciones y lo local como últimos reductos para la verdadera conexión humana. Y esa reivindicación recuperaba viejos rituales, como las verbenas con sus farolillos, sus bombillas y sus organillos, y sus mitos como, por ejemplo, la teoría de que el casticismo fue un movimiento cultural y estético que quería darle en los morros a los afrancesados en los años de la invasión gabacha. Una teoría muy útil para políticos populistas como Esperanza Aguirre, quien convirtió en tradición propia lo de mezclarse con el pueblo una vez al año vestida de traje regional, cosa que en los últimos años del siglo XX era ya solo una rareza propia de jubilados. Poco a poco, a los mayores de agrupaciones folclóricas y a la Aguirre se unieron las nuevas generaciones, que podían haber nacido en Madrid o no, que veían en el renacer de los chulapos un mensaje diferenciador, disidente y muy fetén.
Y así fue como algunos jóvenes empezaron a castizear sus atuendos para epatar en las noches de Malasaña o Lavapiés con toques de tipismo que rendían homenaje al atuendo que supuestamente vestían los miembros de las clases obreras de los barrios trabajadores de Madrid en los siglos XVIII y XIX.
El primer hit neocastizo viral se produjo en 2017, cuando las chicas de Carmen17, la firma madrileña cuyo taller se ubica exactamente en esas coordenadas, decidieron hacerle un vestido de chulapa a medida a la escritora Sabina Urraca. Más tarde, en 2018 algunos jóvenes cercanos a lo hipster que se habían incorporado al movimiento político que aupó a Manuela Carmena a la Alcaldía llevaron el potencial propagandístico de lo castizo a otro nivel, gracias al genio del director creativo del Ayuntamiento, Nacho Padilla. Él, inspirándose en un experimento tipográfico realizado por Silvia Ferpal a partir de la tipografía que el ceramista talaverano Ruiz de Luna había creado para las placas de cerámica de las calles de Madrid, fabricó una tipografía que desde 2019 es de libre uso.
Llegaron aquellas letras justo a tiempo para la tormenta perfecta que se desencadenaría con la pandemia, cuando Isabel Díaz Ayuso, heredera directa de las mañanas de Esperanza Aguirre, convirtió los horarios de cierre de los bares y, sobre todo, el derecho a beber cañas en los elementos identitarios de un nuevo nacionalismo, el madrileño. Isabel Díaz Ayuso se adueñó de todo lo que fuera idiosincrático de la capital y, de paso, del recién nacido auge de lo castizo (incluida la tipografía del equipo de Carmena) para sustentar su idea de que Madrid es España dentro de España. Es decir, lo madrileño como muy discutible españolidad de una España vaciada. Paquete turístico, capital financiera, Madrid castizo es el hashtag que ahora se rifan inversores de todo el globo.
Las costureras de Carmen17 han pasado de confeccionar cuatro trajes de chulapa a medida en su primer año a 40 en 2024. En 2025, los jóvenes, siempre creadores de tendencias, se preparan para volver a lanzarse a la pradera de San Isidro, móvil en ristre (e Instagram a punto), vestidos con parpusas, mangas farol, pañuelones y claveles a reivindicar un pasado que no existió y un futuro que a saber si existe.

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